martes, 17 de noviembre de 2009

Hemos abierto los ojos (010503)

Aún soñolienta, porque era de madrugada, exactamente cinco y media, Sara se dirigió a la ducha en busca de un alivio a sus tribulaciones y la pereza que invadía todo su cuerpo y mente. Entró al baño. Hacía mucho frío, encendió la luz y el radio. ¿Música clásica?, bueno esta pieza de Chopin me agrada, además sólo lo tendré encendido antes de entrar a la ducha. Se desnudó con calma, como siempre hacía las cosas. Colocó su toalla, jabón y bata donde siempre. Se aplicó el gel facial para piel grasa, apagó el radio y se introdujo en la ducha. Se lavó el cabello, largo y ondulado, con el shampoo recomendado por su estilista, lo enjuagó y continuó con el reacondicionador, mientras se lavaba el cuerpo. Pero oyó un ruido, mejor dicho varios ruidos.

Sonidos conocidos, almacenados en su mente, pero que no deberían escucharse a esa hora ni en ese lugar. Gritos, autos encendidos, cláxones, aves. Todos los ruidos posibles mezclados en varios segundos de angustia. Los gritos eran de niños, de adultos de ancianos. Eran de alegría, desesperación y pena. Sara se enjuagó rápidamente el cabello. Cerró la ducha y apagó la terma. Se puso la toalla en el cabello y se vistió con la bata. Salió del baño. ¿Abuela?, llamó. ¿Susana?, dijo mientras tocaba la puerta del cuarto de su hermana mayor. La abrió y no estaba. La cama estaba hecha y todo parecía estar en orden, como si no hubiera estado allí hace mucho tiempo, aunque Sara sabía que su hermana regresaba de trabajar tarde y a veces la veía sólo los fines de semana. Se respiraba un aire frío y húmedo, típico de Lima y ella no lograba comprender. Bajó a buscar a sus padres. Mientras lo hacía, el eco producido por sus pasos que era amplificado por el profundo silencio, la asustaba. Encontró la misma escena del cuarto de su hermana.

Miró a la calle, todo en silencio. Encendió la televisión y esperó. Pasaron diez minutos y el televisor no captaba ningún canal, todos estaban en estática. Sara comenzó a impacientarse, ya eran las seis y media, y tenía que ir a la universidad. Apagó el televisor y encendió el radio. Música, música y más música. Todas las emisoras que lograba captar tocaban música clásica, no había voces ni cantos, sólo música. Llamó al celular de su hermana y éste comenzó a sonar, estaba dentro de la casa.

Comenzó a llamar a sus amigos, a sus tíos, a las radios, las televisoras. Por último cogió la guía de teléfono. Nada. Sólo timbraba hasta que se cortaba la llamada. Tomó una decisión. Buscó una maleta y llenó en ella toda la ropa necesaria para cinco días. Su corazón, exaltado, latía cada vez más fuerte. Abrió la refrigeradora, sacó el jamón y el queso. Buscó panes y se hizo la mayor cantidad de sándwiches que pudo. No demasiados porque podrían pudrirse, pensó. Llenó agua en una botella y leche caliente en un termo. Cogió las llaves y salió de casa sin rumbo fijo, pero decidida a no parar hasta encontrar a otro ser humano.

¿Estoy sola?, pensó Sara, mientras caminaba por una pista larga que la llevaba al centro de la cuidad. Cada cierto tramo, se detenía a tocar la puerta de una de las casas o edificios que veía, pero nadie atendía a su llamado. Según su reloj eran las cuatro de la tarde. La hora de almorzar había pasado, pero no se detuvo. Sacó un pan y lo masticó sin entusiasmo. Continuó su recorrido hasta que se oscureció. Busco una casa que tuviera un jardín grande y en él se recostó. Estaba cansada, había caminado todo el día sin ver a otro ser humano y se sentía muy triste. Con esa tristeza que carcome el corazón, que es tan honda que ni siquiera deseas llorar por el dolor que te produce. Se tendió mirando al cielo. Felizmente en esta época del año no hace tanto frío de noche, dijo, mientras se cubría con la frazada gruesa que llevó por si acaso.

Su sueño fue profundo. Estaba tan cansada que se durmió hasta las diez. Al despertar y ver la hora, se desperezó y comió otro pan, tomó algo de leche y siguió caminando. Prendió su walkman para sentirse acompañada por la música, aunque la clásica no era su favorita, pero al intentar oír los cassettes y cd´s, no escuchó más que ruidos distorsionados y prefirió dejarlos, también porque sus pilas se gastarían de inmediato. Su rostro sin maquillaje era igual de armonioso. Tenía unos ojos místicos, como si hubiera nacido en el Oriente, con pestañas largas y abundantes, pero era limeñísima. Sus labios eran serios pero siempre dispuestos a esbozar una sonrisa.

Delgada, alta y agraciada, Sara era un ángel. Era de esas personas que hacen todo por los demás sin esperar recompensa. Sólo tenía un problema. A veces le daban unos ataques existenciales en los que sentía que en el mundo no era indispensable. Que si desaparecía, no lloraría ni el perico del vecino por su ausencia. Se sentía no querida ni apreciada porque no había quien la abrace ni le diga “te amo”. Ese era su problema, se sentía sola. Y cuando comenzaba ponerse así no había palabra que la animase ni gente que la alegrase. Nada. Era imposible.

Aquel día en que se inició todo, había comenzado a sentirse así y ahora estaba realmente sola. Mientras caminaba sin rumbo claro se preguntaba ¿por qué yo? Así pasaron varios días, ocupándose en unos jardines, durmiendo en otros. Tocando puertas incansablemente, gastando el agua y la leche para beber, sacando el agua de algunas casas con caño hacia afuera para lavarse, porque no soportaba estar sucia. Hasta que se acabó la comida que tenía.

Comenzó a sentirse miserable. Absurda. Tonta. Inexistente, porque si no tenía con quien hablar, ¿para qué vivir?, meditaba. Miró a su alrededor. Nada. Nada. Ni un ser humano, ave, perro o algún ser vivo además de ella. Había llegado a un puente. Se sentó en el borde y lloró. Lloró por horas sin querer detenerse hasta morir seca y sin lágrimas, No sabía exactamente cuanto tiempo había estado sin comer, dos o tres días, cuando despertó.

Le dolía el estómago y se lamentó de no haber muerto dormida, porque ahora tendría que terminar con su vida. Se lavó la cara con los últimos mililitros de agua que logró sacar de un caño de jardín. Se apoyó en la baranda del puente y miró hacia abajo. Vértigo. ¿Arrepentimiento?, nunca. Quiso llorar pero ya no tenía lágrimas, Es mejor, dijo. Apoyada en un poste logró subir y sentarse en la baranda. Cerró los ojos y se encomendó a Dios pidiendo perdón por lo que haría.

Por última vez vio el mundo, pero esta vez notó algo diferente. A lo lejos distinguió una figura que se movía, parecía ser un humano. Despacio, bajó del borde del puente. Dios, estoy alucinando, debe ser el calor. Pero la figura se vislumbraba cada vez más clara y humana. Era un hombre. Sara caminó hacia él hasta que logró distinguir sus rasgos. Era alto, de cabellos negros y con rizos. Ojos enormes y brillantes. Vio en ellos la desolación y el cansancio que debían tener los suyos. Es simpático, pensó, Me parece haberlo visto antes, pero...

Se detuvo. Él la miraba como preguntándose lo mismo. La conozco, pero de dónde y hace cuánto. Sintió un impulso y comenzó a caminar más rápido. Sara hizo lo mismo. Ese caminar se convirtió en trote y luego corrieron ambos. Uno al encuentro del otro, como si un imán fuertísimo los atrajera. Se abrazaron en un sueño eterno. ¿Quién eres?, preguntó Sara. La única respuesta fue un beso. Un beso largo y pausado, el que Sara no deseaba terminar. Él no respondió con un nombre sino que dijo las palabras que Sara siempre deseaba oír, Te amo, dijo con convicción el desconocido y Sara rompió a llorar. Él la besó nuevamente para calmar su llanto.

Mientras lo hacía comenzó a oír ruidos, ruidos que le parecían lejanos y ajenos, pero que estaban produciéndose a unos metros de ellos. Sara abrió los ojos y vio que había gente, tráfico, aves, perros. Todo estaba allí de nuevo. Miró al desconocido y comenzó a reír a carcajadas fuertes y llenas de alegría. La gente que pasaba por el puente la miraba extrañada. Debe estar loca. Le pidió matrimonio. ¿Estará embarazada?, comentaban al pasar. Todo está como antes, dijo Sara al desconocido. Él respondió, Sólo hemos abierto los ojos, estábamos lejos pero nos veíamos en sueños. Ahora que nos encontramos, todo es real y nunca los volveré a cerrar porque no quiero dejar de verte. Si no desaparecían ellos no te hubiese encontrado y ya no estaría aquí, respondió Sara.

Oyendo "Perdonar es divino" de Gustavo Cerati

A mí me es fácil olvidar, tal vez puedas perdonar